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Interpretar la depresión

Columna publicada el martes 22 de agosto de 2006 en la Revista Ya de El Mercurio.



Dice la filosofía que el amor es el motor de la vida y que el amor no es otra cosa que la capacidad de transformar a otro, al mundo.

Es de conocimiento público que la falta de amor y apego a la vida es el sentimiento esencial en la depresión. Falta amor por uno misma, falta amor por los otros, por la naturaleza, por el trabajo, por la belleza. Todo lo erótico parece desaparecer, y la vida se viste de muerte. En las depresiones leves este desamor se manifiesta en lata, cansancio, desmotivación, ganas de estar sola. A medida que la depresión se agrava, el miedo se hace una constante, el aislamiento es necesario como el agua y las ganas de relacionarse con los objetos y las personas se hace difícil o imposible. Hay melancolía existencial o tristeza aguda. Lavarse es un esfuerzo, rendir una tragedia, todo es una amenaza porque la percepción del mundo cambia y lo que queda es un lugar hostil donde la persona nunca está cómoda ni segura. Muchos se preguntan por qué la depresión se ha convertido en la enfermedad de este siglo, y los expertos han dado muchas interpretaciones.

Si fuera cierto que el amor tiene una fuerza transformadora y si estamos de acuerdo que lo que se pierde en la depresión es el amor, entonces podríamos decir que lo que caracteriza a la depresión es la pérdida de la voluntad o la capacidad de transformar.

Si pensamos en la postura física de una persona deprimida, podríamos dibujar un cuerpo con los brazos y los hombres caídos, una figura que se parece a la derrota. Esa imagen no es precisamente la de un transformador de mundos. ¿Es una imagen de desamor?

Pensemos en el amor de hoy. ¿Hay ilusión de cambio? Sí, cambio personal y cambio del otro. Hay la esperanza de que esa fuerza nueva que recorre el cuerpo y el alma dé origen a una nueva vida, concreta (los niños) y abstracta (la relación de ambos con el mundo). Eso sienten los enamorados de todos los tiempos. Nada ha cambiado en la ilusión amorosa. Sin embargo, quien comienza a amar está interferido por la realidad en que vive. Y en ella los cambios parecen imposibles o efímeros. Nada dura, todo perece. No dura el amor, tampoco el matrimonio, tampoco las cosas, tampoco la tecnología, el paisaje que nos rodea.

Pero la contraparte es que tampoco duran las tragedias. La mujer trágica que fue abandonada por el gran amor y se quedó soltera pensando en él está ausente de nuestra realidad actual. Las mujeres de hoy saben que el dolor durará, dejará heridas, pero que se pueden reciclar y volver a amar. No sólo lo saben, así lo quieren y así lo buscan. Pasa lo mismo con otros amores, como el trabajo que fue antes un amor de por vida y hoy es al revés, la profesión puede cambiar, la carrera puede modificarse y los trabajos son para dejarlos por otro mejor. Se pueden hacer transformaciones, pero son casi todas menores.

No es una reflexión nostálgica. El mundo cambia y seguirá cambiando y está repleto de maravillas. Hablamos del amor y su capacidad transformadora. ¿Quién quiere que lo cambien? Es un valor actual defender la identidad a patadas si es necesario, no dejarse dominar, no dejarse invadir. ¿Puede permitírsele al amor una voluntad de cambio permanente? Difícil. Hay que amar y por ende transformar. Tal vez sea el remedio contra la depresión. Pero ¿cómo hacer cambios, cómo no frustrarse en el intento y caer derrotada?

Tal vez tendríamos que ver qué pequeñas cosas podemos cambiar en nosotros mismos y en nuestro entorno. Porque los grandes cambios son globales. Los jóvenes, los santos, no van a erradicar la pobreza ni van a conseguir que el medioambiente se limpie. Las grandes utopías murieron. Queda, parece, solo el cambio propio. Por eso proliferan en Occidente las corrientes orientales orientadas al mundo interno. Parece ser el único reducto posible de cambiar.

Difícil el amor en estos tiempos, difícil la transformación, más fácil la depresión.

Pero como hay que transformar para seguir amando (y viceversa), busquemos espacios de cambio que dependan de nosotros mismos. ¡Suerte!

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