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Los costos de los adolescentes sobreexigidos

Un artículo aparecido en la Revista Ya de El Mercurio el día martes 17 de octubre de 2006.
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Nuevo libro revela:
Los costos de los adolescentes sobreexigidos



Les dicen los "overachievers", los sobreexigidos. Se reconocen porque se esfuerzan al límite, rinden hasta el extremo y sufren desde edades tempranas las consecuencias de la cultura del éxito que reina hoy. La autora estadounidense Alexandra Robbins se pasó más de un año con ellos en un colegio secundario, aprendió de sus vidas, sus sueños y sus miedos, y ahora lanza un aviso de alerta sobre la cultura que los hace multiplicarse y que los alimenta en el recién editado libro "The Overachievers: The Secret Life of Driven Kids".

Texto: Analya Céspedes, desde Washington D.C.

Son los típicos hijos modelo, responsables, tienen notas excelentes en el colegio y sobresalen en las actividades en que se involucran. Están siempre logrando malabares imposibles, tratando de equilibrar el tiempo que se pasan en clases con algún trabajo que les ayude a hacer contactos para el futuro, con algún deporte, con actividades voluntarias que sirvan más tarde para conseguir una buena recomendación. En teoría, suenan como el paraíso de cualquier padre. Pero hay que prestarles atención extraordinaria, porque estos niños y adolescentes responden al perfil del niño sobreexigido, fruto de una cultura que endiosa el prestigio y unos ideales de felicidad cada vez más estrechos.

En la carrera por ser mejores, estos chicos pueden dejar de lado la salud. Para no perderse de su objetivo, sacrifican el tiempo con la familia y los amigos, malgastan las vacaciones o dejan de lado un pololeo. Una mala nota los amarga. Muchas veces duermen poco y comen mal o, peor, caen en problemas alimentarios, estrés o depresión. Porque aunque suelen mostrarle una cara envidiable al mundo, brillante y bien pulida, en secreto los ahoga el deseo de ser los mejores en lo académico y el pánico que les provoca la idea de no poder cumplir las expectativas de triunfo que tienen para el futuro.

Así son los adolescentes que la escritora estadounidense Alexandra Robbins (30) se dedicó a estudiar por 18 meses entre 2004 y 2005. Ella decidió volver a su colegio - el Walt Whitman High School de Bethesda (en las afueras de Washington D.C.)- para investigar sobre el tema, porque ella misma fue desde pequeña una sobreexigida. En los últimos cinco años, esta periodista educada en la Universidad de Yale ha colaborado con una lista amplia de publicaciones y desde que se graduó ha tenido la costumbre de editar un libro por año. Con uno de ellos incluso su nombre llegó a la codiciada lista de los más vendidos del diario "The New York Times". Pero mientras trabajaba en "The Overachievers", se dio cuenta de que no había ningún equilibrio entre su vida personal y su trabajo.

También la motivó el observar que los estudiantes en todo el mundo están bajo una mayor presión por triunfar. Al regresar a su escuela diez años después de graduarse, Robbins de hecho se encontró con alumnos "más estresados, exhaustos, inscritos en más actividades extracurriculares - lo que en este país puede servir para mejorar las perspectivas de ser aceptados en una universidad prestigiosa- y que no se daban a sí mismos tiempo libre". Una experiencia que luego vio repetida en otros sitios del país. "Cuando los quinceañeros se miran a sí mismos a través de la cultura del overachievement , llegan a la conclusión de que no importa cuánto logren, porque nunca será suficiente", escribe.

Son hijos de "padres helicóptero"
En muchos casos, como en el de la propia Robbins, a un niño sobreexigido lo motiva un deseo innato y vehemente de ser mejor, que está más acentuado en algunas personas que en otras, y que no responde a apremios de los progenitores. Pero en una infinidad de situaciones, como comprobó durante los 18 meses que compartió con los ocho adolescentes secundarios a los que eligió para protagonizar el libro, la tendencia es creada y/o alimentada por padres y madres.

Hay un testimonio que grafica la intensidad que puede alcanzar la presión paterna. A.P. Frank, uno de los chicos, tiene una madre súper demandante que alguna vez llegó a pegarle por no lograr la nota que ella esperaba de él en una materia. La mayoría de las actividades sociales estaban prohibidas para él, igual que las extraprogramáticas, como los deportes, que no lo acercaran a "medicina o leyes", las únicas carreras que la señora consideraba como opciones válidas. "Durante una conversación, Frank me contó sobre un cuento para niños que leyó en el que una mamá le decía a su hijo que saliera a jugar. Frank no podía creerlo y me preguntó si en verdad los padres dejan que los niños se diviertan en la calle", cuenta Alexandra Robbins.

Mamás como la de Frank se encargan de administrar minuto a minuto el tiempo de sus hijos. Sienten que cada instante que pasan lejos de los libros, las tareas y el aprendizaje es desperdicio. A menudo se les llama "padres helicóptero" y algunos signos son que están todo el tiempo dando vueltas en torno a sus niños, y se apuran en intervenir para ayudarlos a resolver sus problemas. Sus hijos y los detalles de sus actividades monopolizan sus intereses, y al concentrarse en el éxito desmesuradamente pierden incluso la perspectiva sobre asuntos más importantes, como la felicidad de los chicos. "La paternidad se ha transformado en el deporte más competitivo de este país", escribe Robbins. A raíz de eso, los rendimientos promedio ya no son aceptables. "Los padres helicóptero de hoy hacen más que sólo dar vueltas. Están obsesionados con los logros estadísticos de sus hijos y con hacer todo lo posible para ayudar a que lleguen a la cima".

La obsesión en algunos casos parte temprano, y por eso hay casos de niños de tres años que ya tienen un currículo, programas para organizar sus horas de juego y pequeños que se quejan de estrés cuando apenas comienzan el período de pruebas para tratar de entrar a los colegios. Lo que más le impresionó descubrir a Robbins durante su investigación "fue ver que hay un mercado negro enorme en el que los adolescentes pueden conseguir drogas para desórdenes de déficit de atención sin padecerlos (y así ayudar a su desempeño, manteniéndose despiertos y activos por más tiempo). También ver que hay padres que se involucran en prácticas como ésas". Al conseguir que un doctor diagnostique un determinado trastorno se pueden lograr reglas especiales para, por ejemplo, permitir que el colegio tome las pruebas a sus niños con requerimientos de tiempo más relajados que al resto de los alumnos.

Ojo, que no todas las manifestaciones de sobreexigencia son negativas. Los jóvenes pueden encontrar la forma de equilibrar sus expectativas con la realidad que se les presenta al crecer. O encontrar en su deseo de sobresalir una fuente real y satisfactoria de disciplina y felicidad. Robbins distingue entre los que, bien orientados, se fijan metas, pero disfrutan el proceso de llegar a ellas. Uno poco saludable, en cambio, lo hace por el puro fin de acumular logros. "No llamo a ser mediocres, sino a tener perspectiva", escribe.

Y los chicos que se sobreexigen de forma negativa están dispuestos a llegar a extremos. "En algunas secundarias, los alumnos ambiciosos entran en una competencia no oficial para ver quién duerme menos. Mientras menos duermen, logran completar más trabajo y más actividades. La necesidad de sueño es a veces interpretada como una debilidad".

El problema es que esa carrera genera no sólo la pérdida de la atención en clases por la somnolencia. Los trabajólicos del futuro nacen de esos hábitos y Robbins cita estudios que ligan la falta de sueño con la depresión, entre otros problemás de salud. Trastornos de disciplina, tensiones en la relación con los amigos y las familias también se mencionan entre los riesgos. Incluso la propensión a usar estimulantes y el riesgo elevado de tener accidentes, o a la automutilación y el alcoholismo precoz.

Pistas para aprender a manejar el estrés
La historia de Alexandra Robbins sigue bien. Ella, inspirada por lo que aprendió reporteando para el texto, puso el pie en el freno y por primera vez en cinco años no está ya trabajando para un próximo libro, sino que se está dando tiempo para viajar por el país dando charlas. En su colegio, el recibimiento de "The Overachievers" fue positivo y, coincidentemente, durante el año que ella estuvo ahí se creó un grupo para educar a los padres y alumnos a entender y manejar el estrés. Y los chicos con los que se pasó tanto tiempo entre 2004 y 2005 han aprendido también en el proceso a manejar las expectativas y las exigencias.

Para no incentivar los comportamientos de los niños sobreexigidos, Robbins insta a los padres a que no liguen recompensas emocionales a los logros de sus hijos. "Si el chico compite en un deporte, una cosa es irlo a mirar y alentarlo. Otra es criticar su desempeño y ponerse a gritar instrucciones". También aconseja que limiten sus actividades, porque el tiempo libre es valioso para su desarrollo. Que pongan el énfasis en la formación de carácter y valores por sobre el desempeño, y que cultiven sus propios intereses y amistades para que - como le dijo un pequeño a la escritora- "tengan un hobby que no sea yo".

Tanto para jóvenes como para padres la mejor sugerencia es que se desprendan de la mentalidad de súper estrellas: no es necesario ser líder de cada actividad que se emprenda - capitán, presidente, ganador- o sentir ante un resultado menos que 7 que el esfuerzo no valió la pena. Aprender a buscarse un camino individual que no responda a etiquetas sino a pasiones es el desafío. Relajarse, calmarse y preocuparse más de la salud y la felicidad que de los logros que se pueden anotar en un papel.

Los overachievers chilenos
Paulina Müller, sicóloga infantil y profesora de la Universidad Diego Portales, a menudo ve casos de adolescentes sobreexigidos. "No toleran equivocarse, le temen al fracaso y desarrollan excesivamente el aspecto intelectual", señala.

En los últimos cinco años asegura que han aumentado bastante los casos, lo que se explica por un círculo vicioso de la sociedad en general, que obedece a dos causas muy claras. La primera es la competencia cada vez mayor que se aprecia en los colegios o la universidad, pero también observa que muchas veces los mismos padres tienden a exigir demasiado al niño o adolescente pidiéndole calificaciones sobresalientes. "Por lo general, me encuentro con papás que en su juventud vivieron muy presionados y que ahora les exigen lo mismo a sus hijos, como si se quedaran con esos esquemas pegados, entonces el rendimiento se vuelve algo torturante cuando en realidad no tiene por qué serlo". Sentencia: "Los padres deben ser flexibles, y medir a los hijos con varas diferentes, porque cada niño, aunque provenga de una misma familia, posee capacidades y emociones diferentes, se relaciona con el ámbito académico de un modo distinto. No a todos se les puede exigir igual".

María Teresa Domínguez, una universitaria de 23 años, recuerda una experiencia que sucedió el año pasado y que la dejó marcada. Lo suyo, asegura fue sin duda un claro ejemplo de las negativas consecuencias que puede traer la sobreexigencia sin control. "Yo era la típica mujer con energía inagotable, que no le podía decir que no a nada. Tenía las clases de la universidad, era ayudante de dos ramos, hacía clases de teatro, pintaba y estaba terminando mi tesis".

Es la mayor entre once hermanos y siempre fue la hija ejemplo. "Me preocupaba de cuidarlos y, como somos tantos, también vivía pendiente de no elevar la carga económica de mis papás. Aunque a ellos les va bien, quería ser independiente, y por eso trabajaba haciendo pitutos".

Pero de un día para otro sintió que no podía más con tantos deberes: "Me sentí muy cansada, ni siquiera podía subir una escalera; además lloraba por cualquier cosa. Estaba confundida, no sabía si me estaba volviendo loca, tenía depresión o algo así".

Sus padres, preocupados, le sugirieron que tomara un fin de semana de descanso, pero ella sabía que era más grave. Decidieron ir a un sicólogo: "Él me recomendó seguir adelante con mis estudios, pero a un ritmo mucho menor, y además me aconsejó dejar de lado todas aquellas actividades que me significaban una exigencia innecesaria".

Ha aprendido a tomarse la vida con más humor, a poner límites y dejar de trabajar tanto. "Cuando recién me estaba recuperando fue fácil acatar los consejos del sicólogo y descansar, pero me ha costado aceptar no ser la matea, sino una más. Pero no quisiera volver a sentirme del modo que me sentí.

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