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Sicología, Padres en Terapia

Reescribo un muy, muy interesante, para mi, reportaje aparecido en la revista Paula del 18 de marzo del 2006.
En el se habla del fenómeno del paciente índice, obviamente dejo que ustedes lean a que se refiero. Eso si, me gustaría agregar que según mi experiencia, este fenómeno también se da en las organizaciones y en las personas de manera individual, porque la mayoría de las veces, por no decir todas, el problema o inquietud por el cual las empresas o individuos consultan, tiene que ver con algo mucho mas profundo, que esta arraigado en ellos de manera inconsciente. De hecho, cuando un dueño de empresa o gerente solicita una consultoría para su personal o equipo, la regla de oro, es empezar por haciéndole Coaching a ellos en primer lugar, ya que son ellos los que de alguna manera han producido y provocado la forma de operar de sus colaboradores.

Bueno, los dejo con el artículo, que lo disfruten y hagan sus comentarios.

PADRES EN TERAPIA

Alarmados porque un hijo se ha vuelto inexplicablemente introvertido, agresivo desconcentrado, insomne o inapetente, muchos padres llegan a la consulta de sicólogos y siquiatras con la idea de meter al niño a terapia. Pero pueden toparse con una evaluación que los descoloca: los que necesitan tratamiento son ellos.

POR MARCELA RECABARREN



ESTER, INGENIERA CIVIL, 40 AÑOS. NECESITABA AYUDA. Su única hija, Camila, de 9 años, se encerraba en el baño del colegio a llorar y gritaba que se quería morir. Ester no sabía por qué. El ánimo de Camila estaba cada vez peor. De ser una niña alegre y sociable en el jardín infantil pasó a ser la compañera tímida y aislada en prekínder. Ester la iba a buscar a la salida de clases y la encontraba sentada en la sala, mientras los demás niños corrían por el patio.

Camila pasaba de curso, pero le costaba cada vez más poner atención en clases. Se olvidaba de hacer las tareas, no sabía cuándo tenía prueba, bajó su promedio de 6,5 a 5. "Le podía preguntar tres veces cualquier cosa y no me escuchaba. La cuarta vez me respondía: '¿Qué?'. Y le tenía que repetir. Era como si levitara", dice ahora Ester.

En el colegio le dijeron que su hija tenía déficit atencional. "Una neuróloga le recetó ritalín y le encargó una pila de exámenes. Le hicieron hasta un escáner para descartar un tumor cerebral. Yo la veía cada vez más deprimida, se ponía a llorar con facilidad. Un día se me acercó la mamá de una compañera de curso y me dijo: 'Ester, me da mucha pena decirte esto, pero mi hija me contó que la Camila se encierra en los recreos en el baño y dice que se quiere morir'. Le pedí a la Camila que por favor me dijera qué le pasaba. 'Nada', me contestaba. Me angustié, pero no podía derrumbarme, tenía que apoyarla de alguna manera".

En ese momento decidió pedir ayuda.

Sentada en la sala de espera de la siquiatra y sicoanalista Lisette Lavanchy, Ester pensaba que le hubiera gustado que su marido la hubiera acompañado. Pero él no confiaba en los siquiatras. Ester entró a la consulta con la urgencia de sacar a su hija a flote. Pero después de juntarse dos veces sola con la doctora, ella le dijo algo que la descolocó: "Ester, la que necesita terapia no es tu hija. Eres tú".

la luz de alarma

A través de un vidrio, la sicóloga familiar Marcela Gariazzo supervisa las terapias que hacen sus alumnos en práctica de la Escuela de Sicología de la Uniacc. Todos los días ve un fenómeno que conoce bien: el del "paciente índice". "Es una persona que desarrolla ciertos síntomas o conductas —duerme mal, se pone hiperactiva o demasiado introvertida, por ejemplo— para dar la señal de alarma de que algo anda mal en su familia. Normalmente, el paciente índice es un niño y lo más común es que esté reaccionando frente a un problema de sus padres, que están estresados por el trabajo, tienen poco tiempo para sus hijos o están pasando por una crisis de pareja, por ejemplo", dice Marcela Gariazzo. "El niño, inconscientemente, se sacrifica para traer a sus padres al sicólogo. Es una especie de chivo expiatorio", agrega.

Ester no podía creer lo que le decía la siquiatra: que era ella, la madre, la que necesitaba tratamiento y no su hija. "No entendía. Era la Camila la que amenazaba con suicidarse", dice ahora Ester. Pero en su conversación con la siquiatra salieron a la luz otros conflictos.

"Cualquiera que mirara mi matrimonio de fuera pensaba que todo era perfecto. Con mi marido, Antonio, que también es ingeniero civil, conversábamos horas de nuestra profesión; tres veces al año viajábamos con la Camila a Estados Unidos, Europa o el Caribe. En mi casa no había gritos ni discusiones. Lo que me costó reconocer era que tampoco había amor entre Antonio y yo. Fue así desde la luna de miel. Una vez que nos casamos, él encontró que había cumplido el objetivo de conquistarme y nunca más hubo un cariño. Nuestra relación era fría. El día en que estaba previsto que Camila naciera, Antonio planificó una reunión de trabajo en Japón. Yo lo justificaba, me autoconvencía de que su pega era demasiado importante. Antonio se quedaba en la oficina hasta muy tarde. Era un satélite que a veces pasaba por la casa. Las pocas veces que tomaba a la Camila en brazos, ella se ponía a llorar porque lo desconocía. El no expresaba sus sentimientos. Se murió su papá, después su mamá, y ni siquiera lloró. Jamás le compró un regalo de Navidad a la Camila y yo, para compensar, llenaba el árbol de paquetes. Me pasaba la vida tapando hoyos", dice Ester.

La siquiatra le dijo que su hija estaba reaccionando ante esta mala relación de pareja. Ese era el origen del problema. "A pesar de todo, yo pensaba que era la Camila la que debía tratarse. En el fondo sabía que estaba la crema en mi matrimonio, pero si mandaba a mi hija a terapia por lo menos sentía que estaba haciendo algo por ella y calmaba la enorme culpa que sentía", explica ahora Ester.

Dejó la consulta de la siquiatra sin intenciones de volver. Hasta que una tarde Camila se fracturó un brazo en una clase de gimnasia. Del colegio la mandaron a la casa, donde sólo estaba su padre preparando un informe de trabajo. Antonio le dijo a su hija, que tenía el brazo hinchado y los dedos morados, que estaba demasiado ocupado y la llevaría a la clínica el miércoles. Era lunes. Camila se moría de dolor y llamó a su mamá. Ester estaba a punto de entrar a un examen final de un magíster, al otro lado de Santiago, pero partió a buscarla.

Después de eso, Ester decidió comenzar la terapia. Iba a atacar el problema de raíz.

En las sesiones con la siquiatra, dos veces a la semana, Ester comenzó a asumir que su matrimonio se sustentaba por inercia. "Yo pensaba que era mejor mantenernos juntos con Antonio por el bien de la Camila. Pero comencé a ver que mi matrimonio no existía. Teníamos una familia esquizofrénica. Estábamos casados con Antonio, pero no nos pescábamos y eso afectaba a la Camila. A otras parejas, la terapia les puede servir para reconstruir el vínculo, pero nosotros no teníamos vuelta".

A mediados del año pasado, Ester se separó. Ella y su hija se fueron a vivir a un departamento. "Poco a poco la Camila se empezó a ordenar mentalmente: la mamá está acá y el papá, allá. Me senté a hablar con ella y le expliqué que entre su papá y yo hacía mucho tiempo que no había amor y que deberíamos habernos separado antes. Ella entendió. Le hizo sentido. Ahora, a veces él se atrasa en pasarla a buscar los fines de semana. Antes, cuando vivíamos todos juntos y él la dejaba plantada para salir, yo trataba de justificarlo, hacía un circo para que la Camila no se diera cuenta. Y yo pasaba a ser parte del atraso. Ahora no. Hemos separado los roles. La Camila tiene claro para qué puede contar con su mamá y para qué con su papá. Todo empezó a aclararse", dice Ester.

Ester sigue viendo a su siquiatra y Camila ha subido sus notas hasta volver al 6,5. Dejó de tomar ritalín y se mantiene al día en sus tareas y pruebas. Se ha convertido en líder de su curso: las demás niñitas la rodean cuando llega al colegio y le copian la ropa que se pone. "Anda contenta, se ríe, me cuenta lo que le pasa", dice su mamá. "A veces me cuesta entender lo que nos pasó a las dos, que al ordenar mi problema de pareja la Camila se haya sanado sola. Pero fue así. Era verdad que la que necesitaba la terapia era yo".

una familia en crisis

Las pataletas de Antonia, de dos años y medio, se habían salido de control. Pasaba el día entero enojada. Lloraba y gritaba por cada pequeña frustración. Si su mamá la invitaba a la plaza y se demoraba un poco en salir, a Antonia le daba una rabieta interminable. "Con mi marido no sabíamos cómo manejar la situación. Lo que más me preocupaba era que ella lo estaba pasando mal y que su hermana, que entonces tenía un año, la estaba empezando a imitar. La Antonia no tenía límites. Yo la retaba, le decía 'basta', 'está bueno', y no sacaba nada. Ella se hacía la lesa y se ponía a hablar en voz baja, como sacando pica. Decía: 'Mira cómo hablo, mira cómo hablo'. Era inmanejable. Como familia estábamos fuera de control, porque esto nos alteraba a todos", cuenta Francisca, diseñadora de 33 años y mamá de Antonia.

Francisca les contó a sus amigas que estaba desesperada y una de ellas le recomendó una siquiatra. "Mi marido es bien escéptico con estas cosas, pero asumimos juntos que necesitábamos orientación", cuenta Francisca. Después de cinco sesiones en que la siquiatra entrevistó a los padres juntos y luego a cada uno con la hija mayor, la terapeuta entregó su diagnóstico. "Me dijo que la Antonia una niñita con un carácter muy fuerte, voluntariosa, pero completamente normal y alegre. Me sugirió que la que necesitaba terapia era yo. Es fuerte que te digan algo así, porque uno siempre trata de ser una buena mamá. Me puse a llorar, pero sentí un alivio enorme al saber que mi hija no tenía ningún problema y que la solución dependía de mí".

Con sus pataletas y enojos, Antonia estaba manifestando que algo andaba mal en la relación con su mamá. La siquiatra Lisette Lavanchy explica que cada vez que le llevan un niño a la consulta, entrevista también a los padres. "En dos o tres sesiones reconstruyo la historia del niño y su familia para ver qué lugar ocupa cada miembro en ella. Busco establecer el origen de la consulta y es frecuente que esté en los padres, ya sea en la relación que mantiene cada uno con el niño o en su relación de pareja. Si es así, les planteo que son ellos o uno de los dos, los que necesitan terapia", dice la siquiatra.

Algunos se lo toman bien y se abren al tratamiento. Otros reaccionan mal.

"Por más cuidadosa que seas, hay padres que se sienten cuestionados en su rol", dice la siquiatra. "Algunos se van enojados y no vuelven, otros insisten en que atiendas sólo al niño. En ese caso les digo: '¿Para qué van a perder tiempo y plata? Hay que economizar, atacar la raíz del problema'. Al enfocarse en el origen del conflicto, el niño se desarrolla en un ambiente mejor y desaparecen los síntomas que presentaba al comienzo, como paciente índice", asegura.

Explica que este enfoque no desconoce los problemas de este hijo: "Luego de que se produce un equilibrio más sano para el desarrollo mental de este niño y su familia, se puede atender directamente al menor, con padres mucho más compenetrados con el tratamiento y más capaces de ayudarlo. Esto es lo ideal, pero si los padres no aceptan someterse a terapia uno se puede ver éticamente obligada atender sólo al niño, aunque el tratamiento es mucho más difícil y menos efectivo".

Francisca se entregó a la terapia. Comenzó inmediatamente en septiembre de 2004, y continúa hasta hoy. "La siquiatra me ayudó a darme cuenta de mis propios rollos con la maternidad. Yo crecí en una familia súper estructurada y siempre fui como la oveja negra, la desordenada. No quería repetir ese modelo estricto y no le ponía límites a la Antonia. Si mi marido la dejaba castigada en su pieza, yo decía: 'Pobrecita'. Y le levantaba el castigo. No quería ser la bruja, la mamá mala", dice Francisca.

"No me había dado cuenta de esto hasta que la terapia me abrió una ventanita. Empecé a conocerme mejor y a entender la relación que tenía con la Antonia. De a poco empecé a adquirir la seguridad suficiente para poner límites y eso le hizo bien. Ella supo que si hacía tal cosa yo la iba a castigar. Antes la amenazaba con castigarla y nunca lo hacía. Ahora pego un grito, digo 'se acabó' y la pataleta se acaba", agrega.

"Todo eso fue mejorando nuestra relación, que ahora es más empática. Entiendo lo que le pasa. Gané seguridad. Es increíble cómo tus angustias pueden afectar a tus hijos. Eso ahora lo tengo claro. Si mis hijas están de malas es porque están expresando su angustia. No tienen más herramientas para comunicar que algo anda mal. Me pongo a pensar que puede haber influido en ellas. Y claro, me doy cuenta de que ando estresada, de mal genio o les he dedicado poco tiempo. Entonces me relajo, salgo con ellas y su conducta mejora. Es algo mágico", dice Francisca.

la mamá encima

"Los niños captan en la gente que los rodea el lenguaje no verbal, que no se puede ocultar. Si sus padres tienen problemas, los perciben y reaccionan de diferentes maneras. Mientras más pequeños son, más síntomas manifiestan, porque tienen menos recursos para dar a entender de otra forma que están sufriendo. Alteran sus ciclos de sueño, no comen, empiezan a hacerse pipí, tienen pesadillas, o pueden volverse distraídos, peleadores o sumamente tímidos. Desarrollan múltiples conductas y síntomas, incluso sicosomáticos: se llenan de eccemas, se les cae el pelo, les da anorexia nerviosa", dice Nancy Goldstein, sicóloga clínica de la Unidad de Intervención Temprana de la Universidad del Desarrollo. Ha visto hasta guaguas de tres meses pasar por esto.

"En estos casos, no sirve tratar sólo al niño, porque los avances en la consulta se anulan en la casa. Además, es indispensable que los padres comprendan qué le está pasando a su hijo para que cambien ciertas actitudes perjudiciales y apoyen la terapia. Desgraciadamente, si los padres se resisten al tratamiento y no vuelven, lo más probable es que las conductas y los síntomas de su hijo se acentúen hasta empezar a formar parte de su personalidad", dice la sicóloga.

Carolina, 37 años, profesora, siente que reaccionó a tiempo. "Como mamá, yo lo quería hacer lo mejor posible, pero la estaba embarrando sin darme cuenta", dice. Cuando su hijo mayor tenía cinco años, la profesora jefe del kínder la mandó a llamar. Carolina pensó que la iban a felicitar por Rodrigo. "Era un niño tímido, pero no demasiado, súper amoroso, con una memoria increíble, se sabía todas las marcas de autos y hablaba perfecto", recuerda Carolina.

Por eso no podía creer lo que le decía la profesora: que Rodrigo era demasiado dependiente, no hablaba, no se relacionaba con los adultos, no rendía. "Me advirtió que no sabía cómo lo iba a hacer en primero básico. Me dio a entender que mi hijo era tontito y no podía seguir en ese colegio", dice Carolina. Se angustió y lo llevó a una sicóloga para que lo evaluara. Después de cuatro sesiones, que incluyeron a Rodrigo, Carolina y su marido, vino el diagnóstico: el niño tenía una inteligencia completamente normal. "Respiré tranquila, pero entonces la sicóloga me dijo: 'Lo que pasa es que como mamá no lo dejas ser independiente, no le das espacio'. Me dio a entender que yo lo ahogaba y le transmitía mi angustia. Me recomendó un sicoanálisis. Yo acepté inmediatamente, porque tenía que saber cuál era el origen del problema".

Empezó su terapia y se dio cuenta de que había sido muy aprensiva con su hijo, desde que nació. Tenía lista la mamadera de Rodrigo antes de que le diera hambre, le ponía el chaleco antes de que le diera frío, le regalaba el juguete antes de que lo pidiera. "Yo sentía que teníamos la relación perfecta, que estábamos tan conectados que me adelantaba a sus necesidades", dice Carolina. "No soportaba la idea de que sufriera. Iba hasta al baño con él, no porque él lo exigiera, sino porque yo quería tenerlo cerca. Mi hijo iba percibiendo mi angustia. Con la sicoterapia me di cuenta de que él, desde guagua, sabía que si se ponía a llorar yo me iba a angustiar, así es que no lloraba. Me cuidaba él a mí, por eso se portaba tan bien".

Carolina confió en los consejos de la sicóloga y empezó a dejar que su hijo se valiera por sí mismo. "Fue como un baile en el que de a poco empecé a cachar los pasos. Lo iba dejando hacer las cosas solo, pero no tanto", recuerda Carolina. Pronto vio cómo Rodrigo subía las notas en el colegio y se volvía más sociable.

La sicóloga Nancy Goldstein describe un punto clave en la terapia: el momento en que los padres se dan cuenta de que a través de su propio cambio el niño se está mejorando. "Es un momento emocionante, pero doloroso. Los padres toman conciencia de la directa relación que hay entre sus propias conductas y emociones y lo que le sucede a su hijo o hija. En ese punto algunos abandonan la terapia, pero los que continúan se comprometen mucho más y los cambios se profundizan", asegura la sicóloga.

En primero básico, Rodrigo fue el mejor alumno del curso. El mismo comenzó a ponerle límites a su mamá. No quería ayuda en las tareas, no se ponía el chaleco si no tenía frío. "Más que un cambio en mí, la sicoterapia produjo un cambio en él. Él me fue atajando", dice Carolina.

Como típico adolescente, Rodrigo, que ahora tiene catorce años, no le cuenta a su mamá todo lo que hace ni la deja ir a buscarlo a las fiestas. 'Y más ganas me dan de averiguar, porque soy enferma de sapa", dice Carolina. "Rodrigo me dice: 'No me huevees más'. Le salgo hasta debajo de las piedras. Le da risa que yo sea como la vieja loca. Yo también me lo tomo con humor. Pero él sabe que cuenta conmigo y cuando tiene problemas acude inmediatamente a mí. Tenemos nuestro propio equilibrio. Trato de no meterme demasiado, pero igual le sobra mamá y es él quien me mantiene a raya".

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