Columna aparecida en La Revista Ya de El Mercurio, el día martes 11 de julio de 2006.
El Ánimo
Probablemente usted conozca a alguna persona de aquellas que transitan la vida por la vereda del optimismo y la alegría, y son capaces de sobreponerse a las situaciones más difíciles, sin desfallecer. Otros, en cambio, son más proclives a la pena y el pesimismo, y viven quejándose. Cada cual posee su particular manera de afectarse con los acontecimientos de su vida, y entre estos dos extremos nos encontramos todos. Lo importante es reconocer el propio estilo y en lo posible administrar los estados de ánimo, luchando contra el exceso de pesimismo y aplacando los efectos de la euforia.
Nuestra existencia está siempre ligada a otros y esta relación se regula mediante sutiles mecanismos de adaptación al medio y a nosotros mismos. Las emociones son las respuestas primarias y oportunas para enfrentar las constantes variaciones a que estamos expuestos. Ellas surgen automáticamente y poseen un comienzo y un final preestablecido, modificándose permanentemente, permitiendo tener la emoción adecuada, en cada instante. Si nos quedáramos suspendidos en una determinada emoción, como la pena o el enojo, simplemente nos moriríamos de tristeza o el corazón se nos reventaría de furia.
Además de las emociones, contamos con una capacidad más amplia y permanente que nos permite mantenernos en un determinado tono afectivo para una situación general. A eso lo llamamos estado de ánimo, una función indispensable para la supervivencia. Los estados de ánimo son más complejos que las emociones y obedecen a una mezcla de sentimientos y pensamientos. Por un lado son reactivos a las exigencias externas del medio y, por otro, obedecen al tipo de personalidad de cada cual. Los estados de ánimo son variables, pudiendo uno estar triste por un cierto período y sentirse alegre posteriormente si las condiciones así lo precisan.
Si no existiera esta modulación del estado de ánimo, la pena se instalaría y se convertiría en melancolía y la alegría se transformaría en euforia, algo disfuncional e insoportable. El ánimo se mantiene por períodos más largos que las emociones y fluctúa en un rango amplio, de acuerdo a la situación y capacidad de respuesta individual. Todo lo que suceda dentro de este rango, sea intenso o leve, eficiente o exagerado, doloroso o gracioso, es adaptativo.
El problema surge cuando se pierde la modulación del ánimo y éste se queda detenido en un extremo u otro, sin las variaciones necesarias para enfrentar cada situación. Las respuestas afectivas se hacen estereotipadas y se reacciona de una manera rígida e incluso discordante a la situación. Esto puede llegar a ser patológico y requerirá tratamiento de especialista. Cuando se normalizan las alteraciones del ánimo, generalmente pasajeras, éste se restablece completamente, recuperando su capacidad de variación y modulación, junto a su tarea de colorear nuestros actos cotidianos, con el tono oportuno y preciso, favoreciendo la existencia de relaciones interpersonales comprometidas, dinámicas y perdurables en el tiempo.
El Ánimo
Probablemente usted conozca a alguna persona de aquellas que transitan la vida por la vereda del optimismo y la alegría, y son capaces de sobreponerse a las situaciones más difíciles, sin desfallecer. Otros, en cambio, son más proclives a la pena y el pesimismo, y viven quejándose. Cada cual posee su particular manera de afectarse con los acontecimientos de su vida, y entre estos dos extremos nos encontramos todos. Lo importante es reconocer el propio estilo y en lo posible administrar los estados de ánimo, luchando contra el exceso de pesimismo y aplacando los efectos de la euforia.
Nuestra existencia está siempre ligada a otros y esta relación se regula mediante sutiles mecanismos de adaptación al medio y a nosotros mismos. Las emociones son las respuestas primarias y oportunas para enfrentar las constantes variaciones a que estamos expuestos. Ellas surgen automáticamente y poseen un comienzo y un final preestablecido, modificándose permanentemente, permitiendo tener la emoción adecuada, en cada instante. Si nos quedáramos suspendidos en una determinada emoción, como la pena o el enojo, simplemente nos moriríamos de tristeza o el corazón se nos reventaría de furia.
Además de las emociones, contamos con una capacidad más amplia y permanente que nos permite mantenernos en un determinado tono afectivo para una situación general. A eso lo llamamos estado de ánimo, una función indispensable para la supervivencia. Los estados de ánimo son más complejos que las emociones y obedecen a una mezcla de sentimientos y pensamientos. Por un lado son reactivos a las exigencias externas del medio y, por otro, obedecen al tipo de personalidad de cada cual. Los estados de ánimo son variables, pudiendo uno estar triste por un cierto período y sentirse alegre posteriormente si las condiciones así lo precisan.
Si no existiera esta modulación del estado de ánimo, la pena se instalaría y se convertiría en melancolía y la alegría se transformaría en euforia, algo disfuncional e insoportable. El ánimo se mantiene por períodos más largos que las emociones y fluctúa en un rango amplio, de acuerdo a la situación y capacidad de respuesta individual. Todo lo que suceda dentro de este rango, sea intenso o leve, eficiente o exagerado, doloroso o gracioso, es adaptativo.
El problema surge cuando se pierde la modulación del ánimo y éste se queda detenido en un extremo u otro, sin las variaciones necesarias para enfrentar cada situación. Las respuestas afectivas se hacen estereotipadas y se reacciona de una manera rígida e incluso discordante a la situación. Esto puede llegar a ser patológico y requerirá tratamiento de especialista. Cuando se normalizan las alteraciones del ánimo, generalmente pasajeras, éste se restablece completamente, recuperando su capacidad de variación y modulación, junto a su tarea de colorear nuestros actos cotidianos, con el tono oportuno y preciso, favoreciendo la existencia de relaciones interpersonales comprometidas, dinámicas y perdurables en el tiempo.
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